Tuesday, July 21, 2009

Un dia de lluvia en Panama

El viento chocaba fuertemente contra mi ventana y me despertó diez minutos antes que sonara mi alarma. Me aliste rápidamente y bajé a desayunar. El día estaba frío y el cielo tenía un aspecto lúgubre. El estruendo de los truenos y la impresión de los relámpagos era la excusa perfecta para que algún niño consentido faltara a la escuela.

Si no hubiera estado esperando al bus en la puerta, la lluvia no me hubiera dejado escuchar el pito. Mi nana se demoró en venir con el paraguas y, como a mi no me gusta llegar tarde a la escuela, me mojé en el camino pero me monté rápidamente. De seguro alguien se graduó de ingeniero vial haciéndole favores a su profesor, y su ineptitud a la hora de organizar las calles se notaba hoy; cuando el agua no circulaba, impidiendo el paso de mi bus.

En la escuela los niños pequeños saltaban como ranitas en los charcos y enlodaban sus zapatos como si fuera divertido quedar sucio por el resto del día. La serenidad oscura del día se mostraba también en los profesores y en mis compañeros quienes bostezaban como si estuvieran bajo un hechizo de sueño interminable. Las clases se acabaron y el regreso a casa fue una odisea mucho mayor que la de la mañana.

Llegué a mi casa a las dos y cuarenta y cinco, veinte minutos más tarde de lo usual. Fui a la mesa y me di cuenta que mi carne debía tener como quince minutos de estar ahí; no hay nada que deteste más que un pedazo tieso y frío de carne. No podía contener las ganas de armar un escándalo pero las voces de la televisión llamaron mi atención. Esa chaparra que sueña con ser buena reportera, estaba frente a un lodazal, con cara de tragedia. Ya me lo imaginaba, algún árbol se había caído, algún carro fino se había rayado y el dueño furioso quiere demandar al ANAM porque no se ha enterado que con mucha suerte el único que podría pagar por los daños, es el seguro.

Pero no, eso no era lo que había pasado. La lluvia caudalosa había acrecentado los ríos. Los ríos sobrenadaron y provocaron derrumbes. Y como si fuera poco, todo el lío que las lágrimas del cielo provocaron, llegó a la casa de Ana; una niña que había caminado a su casa para ahorrar los veinticinco centavos del bus y así, poder pagarle a su vecina un pedacito de pan para el almuerzo. Como Ana, muchos niños regresaron a sus casas, para ver el miedo puro en los ojos de sus padres y encontrar sus casas bajo el agua; sus casas que sus padres habían arreglado con sus salarios de quinientos dólares mensuales. Los muebles estaban inservibles y la comida se había echado a perder, pero no fue eso lo que preocupo a los padres panameños; fue saber que ese día no se iban a poder ir a la cama porque ya no tenían una, pero se quedarían dormidos después de ver el hambre en los ojitos de sus hijos. Volteé a ver mi carne fría y ya no era importante. Mi actitud de niña malcriada fue reemplazada por una madurez que nunca había sentido y fui a la despensa a buscar comida enlatada.

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